Texto anónimo publicado en El Disparador
Se miró al espejo del pequeño pasillo que despedía la casa donde cuando estaba en Madrid a veces dormía. y salió a la calle dispuesto a encontrar otra víctima.
En el bolsillo central de la sudadera negra habitaba permanentemente ese pasamontañas que entremezclaba oscuridad y dolor en una sola visión. La última visión que nunca podría recordar su víctima.
Transcurrían los primeros días de marzo y, en los meses anteriores, este violador de mirada perdida ya había dejado cinco muertes tras él.
El proceso se repetía y, tras el juego de la elección, aquel donde la adrenalina excedía la enfermedad hasta la excitación, el violador y asesino se preparaba para ejercer el derecho al horror, el derecho a violar, a matar, su vida.
Era viernes y sin más, como todas las vísperas del fin de semana, ella salía del curso que en horario de tarde la hacía feliz. La ilusión puesta en abarcar ese poquito más de conocimiento que posiblemente marcaría la diferencia sobre los demás. En su casa, sus padres esperaban como cada noche con doblegada tranquilidad tras los últimos acontecimientos.
Esa noche no llegaría. El asesino la miraba con los ojos cerrados a la vez que no paraba de apretarse fuertemente bajo el pantalón hasta el dolor extremo. La agresividad recorría sus venas hasta la garganta y, ahogado ya detrás de ella, la empujó contra la pared dando su cuerpo contra el suelo.
Se echó encima. Con los ojos cerrados, ocultos tras la fina lana negra, sabedor de que su incapacidad le ordenaría asesinarla a golpes para poder así penetrar al cadáver que dentro de unos momentos le proporcionaría la excitación plena.
Ella había dejado de existir mucho antes de sentir el último suspiro de su alma. Golpe tras golpe se fue apagando. Una vez muerta, sucedió lo que ya no tenía importancia para ella, lo que ya ella no sintió. Allí, en el suelo y sin vida terminó la sexta víctima. Protegido por la noche, sin testigos, sin ruido y sin corazón, poco a poco retrocedió sobre sus pasos hasta encontrar de nuevo la sombra.
A mediados de otro mes de marzo de 2004, caminaba escoltado por la Guardia Civil. Iba camino de la prisión a cumplir una condena de más de 300 años por el asesinato de 14 mujeres de entre 18 y 20 años.
Hoy, el 21 de octubre de 2013 y después de vivir durante nueve años protegido por instituciones penitenciarias, ha recibido una buena noticia. El Tribunal de Estrasburgo le regala la libertad.
La alegría no le cambio el rictus y la mirada seguía perdida. No pensó en los suyos porque desconocía el amor. Solo, en el rincón de su celda y con los ojos cerrados volvió a sentir lo que hacía muchos años había olvidado. La erección.
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