Hace unos años entre mi círculo de amistades más cercanas,
se encontraba un individuo bastante extraño que con el paso del tiempo había
llegado a una conclusión. Me pidió que cada mañana antes de que saliera el
sol, le recordara que era tonto. Andrés Navarrete pensaba que, ponerse en
marcha con un poquito de complejo era muy beneficioso para conseguir estar
alerta, más si cabe entre los negociados en los que este hombre se movía.
Ni que decir tiene que la falta de humildad y prepotencia
que Andrés albergaba en su interior, hacían inútil esa artificial terapia para
el fin que se pretendía destinar. Sin embargo, curiosamente el estado de
alerta, según él, lo conseguía simplemente por el hecho de jugar de esa manera
consigo mismo.
Durante muchos años conviví cerca de Navarrete y aprendí
muchas cosas. Aprendí que el individuo no se conoce a sí mismo y, detrás de
cada duda o cada miedo, se esconde un abismo de desconocimiento del propio ego
filosófico. Comprendí que, a lo largo de cualquier periodo, cometemos más
errores que aciertos y que, incluso cuando algo cumple su pronóstico, siempre
se puede hacer mejor.
Este hombre de mi misma altura y mi mismo color de pelo me
enseño la veracidad que en su seno albergan la mayoría de los tópicos y me
mostró que la demagogia era suficiente para hacerse entender e, incluso,
manipular a la gran mayoría de la poca inteligente, especie humana.
Pasados la mitad de los años noventa, en
un entorno lejano y diferente al que me encuentro ahora, Andrés me
presentó al más grande contador de vida de la historia. Me dejó solo con
él durante unos días en los que me recuperaba de una dolencia y, cuando me
había dado cuenta, este gran bebedor de whisky me había cambiado la forma de
pensar, ser y existir con la que había convivido desde el día en que nací.
Me enseñó que aunque yazcan dos personas en ella, no hay
nada más triste que una cama vacía. Me explicó la diferencia entre la
infidelidad y la deslealtad. Y trató hacerme comprender que hay que
llevarse bien con la soledad porque en ella está el poder de aniquilar nuestros
miedos.
Nunca más perdí referencias suyas. Mi amigo Andrés mantenía
una especie de relación que por temas políticos no era demasiado pública pero
de la que yo estaba al día y seguí aprendiendo con él a través de sus escritos.
No hace mucho que aquel al que yo llamaba Luis, murió. Todos sabíamos de la
crónica de una muerte anunciada que suponía su enfermedad en esos momentos ,y
cuando fui informado de su muerte, me vino a la cabeza un gran emoticono de
cabeza gorda y amarilla muy sonriente que curiosamente esta mañana me llegó en
un mensaje al smartphone.
Ahora entiendo por qué destrozo cada noche mi espalda
en un sofá y por qué siendo leal a mí mismo, no soy capaz de enterrar mis
fantasmas en la puta soledad de mi mente a la vez que descubrí que el smartphone tiene
muchos más emoticonos.
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