He estado varios días
sin dejarme caer por aquí, planteándome desahogar mi punto de vista sobre
la sociedad, pero desde la seriedad que podría ser capaz de demostrar en textos
de tipo diferente a mi propia norma.
Necesitaba un descanso
en la permanente negativa tesitura que me colocan, a mi entender, injustas
críticas.
Descansar de ese
momento exposición al final del ánima, en el punto donde el proyectil alcanza
el máximo grado de rotación sobre su eje y decide su sentido a lo largo
de la dirección en la que se mueve, en espera de que un tonto más, presione su
dedo dentro del guardamonte y active ese sensible gatillo que al retornar sobre
sí mismo, no detiene la consecuencia anterior.
Recuperado el tiempo perdido,
me siento aquí a repasar lo que he ido almacenando en mi cabeza estos días y en
ésta, la hora de echarlo al vacío del despacho y empezar a desgranar lo
incompatible que soy con lo que me rodea, me encuentro con un popurrí de cada
vez más abstractas estampas que deforman la realidad a la vez que forman el día
a día de nuestro país. Ahora mismo soy incapaz de cambiar mi consabida
forma de obrar y no es el momento de pelear con el incomprendido que llevo
dentro.
Gallardón, Rouco y
Cospedal en un conjunto de más que antepasados vestigios propios de cuentos de
aquel de Halicarnaso, y su deambular entre diálogos propios de aquellos
entornos enteros de incultas y ancestrales túnicas sagradas.
Bestiales, en ningún
orden entendibles atentados sin sentido. Amparados en la democracia que soporta
la lenta defensa del débil por ser bueno, frente a la inmolada y siempre
desalmada sin alma versión cobarde del dañino gestor de la muerte. Odio, dolor,
muerte, miedo y desesperación.
Ejemplos que
demuestran que somos capaces de intervenir el Gaia y modificar su coherencia,
llevando al ser humano al camino de su propia destrucción. Un largo camino que
recorrer chocando con la mezcla de antropología y sociología ya obsoleta y
pendiente de reinventar para poder entender qué somos y en qué nos hemos
convertido.
Mientras tanto, en
esos insignificantes nanomundos que configuran las redes sociales, se puede
opinar sobre lo contrario a lo que piensas, ironizar con la realidad que nunca
tocas y engañar al cuadriculado y deforme seguidor que a tu antojo visita,
coloca, plasma y se preocupa de lo que tu quieres sin darse cuenta de que esté
siendo utilizado.
La madre de la sátira
sería pensar que no existe el caos en el mundo porque siempre somos capaces de
adaptarnos a él y por tanto, nosotros somos el caos. Somos el propio caos.
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