El malote y atrevido adolescente con pinta de macarra triunfa entre las chicas de su edad y es el referente entre sus compañeros. Personalizado, casi tuneado, sale de casa cada mañana con la fijación de agradar a unos y, como si se tratara del rey de la selva, mantener a raya a otros. Así, con una simple mirada, al lado de las chicas más guapas y rodeado de súbditos, camufla su inmadurez tras la falsa valentía que subvenciona la juventud y la inexperiencia.
Estos chavales de hoy en día no son diferentes a lo que fuimos sus padres o lo eran sus abuelos. En diferentes tiempos y entornos donde decorados modernos ofrecen más oportunidades, nuestros hijos, nuestros nietos, nuestros hermanos pequeños, todos a una viven su adolescencia contando que cada día son veinticuatro horas menos para pegarse de bruces con la realidad de la vida. Esa realidad que cuando llega y, por bien que nos haya ido, nos hace arrepentirnos del tiempo pasado.
Cuando nos hacemos adultos, adquirimos la capacidad de la prepotencia con la convicción de que todo lo sabemos sobre nuestros hijos. Pasando de amigos a enemigos en poco tiempo, nos convertimos en el objetivo de su rebeldía innata y lógica que destapan tras entender que somos el ejército que les ataca, les prohíbe o les condiciona.
Errores en los límites impuestos desde el papel que como padres nos toca poner, nos aleja de eso que tanto queremos y que vivimos para proteger.
Hace muchos años asistí por primera y última vez a una charla donde varios psicólogos especializados en menores explicaban sus posturas sobre inteligencia emocional. Hablaban de su manejo desde edades tempranas a través de diferentes procesos y de cómo era posible la manipulación de la mente humana desde su nacimiento con el fin de garantizar el éxito futuro. En la mitad de uno de los discursos en el que un afamado especialista infantil se estaba extendiendo, me levanté y desde la puerta le grite que lo único que realmente necesita un niño es cariño.
Hace tres años que un compañero de mis hijos ha sido arrollado por un tren. Hoy, transcurrido ese tiempo de la incomprensible tragedia tan evitable, reinvento este texto con la idea de que tomemos conciencia como sociedad de la lección que sin querer nos dejó:
Un día fuimos adolescentes y la madurez no forma parte de la denominación de origen que todos llevamos desde el día en que nacemos.
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