Todos sabemos lo importante que es aprovechar las oportunidades. Esos momentos que de manera especial, la vida nos coloca delante y que muchas veces los valoramos cuando pasaron y en el mejor de los casos quizás solo nos quede la opción volver a buscarlos.
Mis veranos son malos. La rutina desaparece y nuestra cabeza se convierte en un centro de especialidades en el cual el tiempo pasa más despacio e incluso somos capaces de pensar más allá de lo que estamos acostumbrados.
Hace casi cuatro (cinco) años se me presento una de esas oportunidades y la aproveche de tal manera que lo único que conseguí fue estar ocho días inmóvil en un cama en la que a base de calmantes esperaba un milagro. Ni que decir tiene que los milagros no existen y aquel, por tanto tampoco llego.
No es malo sufrir. Pasándolo mal se aprende y tampoco sería posible conocer el sentimiento de los mejores momentos sin haber sido posible compararlos con el resto.
Vivir no es fácil y aunque las personas nos conjugamos con ese verbo para todavía complicarlo más, si es verdad que la experiencia deja claro que hay que luchar por lo que pensamos que es bueno para nosotros y dejar constancia de quien somos antes de tirar de ese imbécil que llevamos dentro y que siempre nos termina por joder la vida.
Hace cuatro años que empecé un partido. Un partido de esos que acostumbro a jugar en los que mi insolencia me hace partir con un ocho a cero en contra y en los que incluso a posterior se siguen cometiendo errores.
Hoy solo toca pedirme perdón a mí mismo por la sencilla razón de que hay cosas que en esta vida no nos podemos permitir perder. Y perdón a la parte anónima de esta historia en la que “aún” creo, aunque mi sensación es que todavía solo he remontado solamente siete de los ocho goles de ventaja, estamos en la prorroga y quedan pocos minutos.
Cuatro (cinco) años, un aún y una canción.
Cuatro (cinco) años, un aún y una canción.
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