Descendía la pendiente empezando a devorar el camino de hormigón y anticipándose a él, la silueta de tiniebla que su figura proyectaba, ensombrecía la zona de luz que a cada paso le guiaba.
No había arrepentimiento, pero el enfrentamiento había sido duro. No acató los designios escritos y las hostilidades se hicieron insoportables. Creyó que su odio habría podido engordar su razón y darle agilidad y fuerzas para derrocar a Dios. Al poco de empezar la batalla, el dolor se volvió intolerable y la rendición supuso la mejor de las salidas. El coste, de cualquier manera, había sido caro. Ahora había que pagar y sus alas nunca más agitarían el viento. Paso a paso notaba cómo su alma, y a medida que se alejaba, alteraba su espectro. Las ánimas le iban abandonando y sentía debilidad. Sin protección alguna, ahora le esperaba su nuevo destino. Un infierno. Un castigo. Había sido condenado a vagar por la tierra hasta expiar su ofensa.
Hanniel dejó de creer en el amor. La felicidad y el bienestar eran obviadas por su interior. La armonía se convirtió en estridencia con el Padre y poco a poco fue cambiando el tono de su gesto. Imposible de enmendar, condenado a suspirar eternamente, sólo había un refugio, el exilio.
Diluido en el cada vez más oscuro camino. Formando parte de una tediosa y pesada senda, sus pies ya no podían con el peso y arrastraban todavía, de manera mágica, la poca luz que desde su dorso luchaba por hacerse ver. Al fin y después de lo que había sido interminable, atravesó con mucho esfuerzo una frondosa nube negra, antesala del que sería su nuevo mundo. El mundo de los humanos. Y le acogió una nueva luz.
Al momento se sintió desnudo en un cuerpo desconocido, empapado en sí mismo, sucio, exhausto a la vez que confuso y sin recuerdos. Apoyó su rodilla en el ocre de la tierra mientras miraba al cielo sin saber que le había llevado a sentir el deseo de amparo y a esperar una piedad sobre la que su mente ocultaba el lugar de donde debía de llegar. Reconoció el salado de sus primeras lágrimas, mientras un horizonte de tonos grises ponía color en su mirada. El viento compartía la compresión de una piedra en su carne y sentía un desconocido para él, frío. Había sentidos y el dolor le hacía temblar. El dolor del alma. El dolor del silencio.
Un sonido con olor a bronce le arrancó de sus pensamientos. Al otro lado de la sombra alargada del campanario, el Padre penetraba en su corazón a través de los húmedos y amarillos ojos de un gato negro.
Juanan ?
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