El tiempo pasa, y con él, todas las cosas siguen su camino. El sol sale cada día también para los griegos y, en otro extremo del Mediterráneo, Cristiano Ronaldo está esperando una sanción que debería ser ejemplar.
Leídos mis periódicos de cabecera, me encuentro con el clan de los Pujol y las sanciones a Rusia por su responsabilidad en el conflicto ucraniano. Un poco más allá me llama la atención el extraño accidente del Falcon en los Llanos a la vez que me inunda la curiosidad por saber si, al final, los restos encontrados en el convento de las Trinitarias son del autor del Quijote.
Interaccionamos con lo que pasa a nuestro alrededor sin darnos cuenta que a veces nos olvidamos de nosotros mismos. No somos corruptos y no pertenecemos a ningún equipo de Primera División. Tampoco formamos parte de la cúpula de ningún partido político ni somos famosos por ser especialistas en alguna materia. El pequeño Nicolás, la Reina Letizia, Pablo Iglesias o Manolo Escobar son personajes únicos y, a partir de ahí, todos los demás somos gente anónima, insignificante para la totalidad del mundo que nos rodea, pero con una particularidad que nos hace únicos y singulares de cara a todo ese conjunto de ahí fuera: somos nosotros.
Mi tendinitis la sufro yo y quien hoy tiene fiebre es mi amigo el de Alcalá. Un abuelo de mis cercanos está malito y puedo hacer feliz a quien en un rato podría tener a mi lado. Ahí está mi familia y cualquier tarde cerraré un negocio o jugaré un partido de tenis con un amigo. Nos tomaremos dos o catorce tercios y hablaremos de nada a la vez que nos sentiremos perfectos por ello.
En conclusión, no salimos en los periódicos y, si alguna vez fuimos algo, con el tiempo dejamos de ser melocotoneros sagrados para convertirnos en normales. Entiendo que la grandeza del ser humano está en ser uno mismo. Debemos ser conscientes de que siempre podemos ir a mejor cuando nos damos cuenta de que nuestra capacidad está en que podemos cambiar todo lo que nos propongamos para buscar esa ansiada felicidad a través de la personalidad de la que disponemos y que nos otorga el don de la singularidad.
Al final va a ser verdad aquello de que los grandes y raros golpes de suerte no importan en la vida. Son las cosas cotidianas, pequeñas y constantes las que valen realmente. Así que me voy a comer un melocotón que seguramente no tendrá nada de sagrado pero que será muy especial para mí.
Para mi amigo Quique.
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